miércoles, noviembre 03, 2010

El primer hanal pixan

El hanal pixán.
En años anteriores, a Sahara no le había interesado participar en la puesta de altares para el Hanal Pixán( “comida de ánimas”), Pero este año todo había cambiado. Por primera vez buscó algo más allá de sus creencias tradicionales para hallar consuelo.
Aventurándose en el Mercado Grande, llevó una gran cantidad de flores,, velas y pan dulce, como no acostumbraba tomar chocolate, lo sustituyó por café, y como no sabía como preparar el mucbil pollo, prefirió hacer quibis.
Una vez que los niños partieron a la escuela, le puso un mantel a la mesa, colocó las flores en botellas vacías de leche y preparó un café cargado y sin azúcar. Como a Julián le gustaba.
Como no tenía mas fotos en solitario que la que conservaba con ella desde Ebel, la colocó cuidadosamente sobre la mesa. Después se afanó en terminar los quibis, hasta colocarlos en el plato.
Luego se sentó, no muy segura de que debería pasar. Sacó el mapsha del cajón, y como no sabía rezar el rosario, se dedicó a pasarlo una y otra vez, mientras en su cabeza se arremolinaban los recuerdos de todos los que habían partido antes, y especialmente los de su esposo.
Por boca de Rosa Ayub se había enterado que los yucatecos creían firmemente que desde el 31 de octubre, hasta el 2 de noviembre, los difuntos descendían a la tierra para convivir con los vivos, y que “tomaban la gracia” de los alimentos, después de lo cual toda la familia podría comer los mismos. Nunca le explicaron como es que obraba tal prodigio, pero se convenció a sí misma que ese asunto de las ánimas era el mismo para yucatecos , chinos y paisanos, así que pensaba que después de dos horas, ya los alimentos deberían haber perdido la gracia para beneplácito de los difuntos.
Un débil eco de angustia comenzó a hacerle ruido en el alma. En voz tan bajita que pretendió ignorarla, pero que no podía seguir ignorando. La voz le decía que todo esto no eran mas que tonterías de los locales, supersticiones baratas , una forma de pasar el miedo a la muerte. Que haría mejor en remendar los calcetines de Rashid, que ya permitían que el dedo gordo se asomara por el tejido, o que regara la pobre yerbabuena que languidecía en la ventana de la cocina.
Dejó de escuchar el tictac del reloj, y el maullido insistente del gato. Deseó dejar de escuchar a la voz que le gritaba que todos la habían abandonado, y que a la larga, también lo harían esos niños que ahora se refugiaban en su regazo.
“¡Cállate!” dijo con todas sus fuerzas gritando dentro de su cabeza, pero la voz parecía multiplicarse por mil, mientras seguía burlándose de ella.
Las compuertas de su negación al llanto cedieron como embestidas por las furiosas aguas de su tristeza.
Se permitió llorar de rabia, maldiciendo por lo bajo a la muerte, por arrebatarle a sus padres y a su esposo, a la vida, por ser tan injusta con ella y dejarla varada en un país extraño, sin posibilidad de retornar a casa, y finalmente maldijo a Dios, por permitirle nacer mujer y no haberle dado una hija. Pero se arrepintió de inmediato, porque seguramente a la Sra. Benson, la esposa del pastor que la despidió en Beirut, no le causaría mas que pesares y esa mirada de profunda decepción que le había visto una o dos veces.
Después que se calmó, comprendió que todo el proceso de la comida y la bebida, tenía un solo fin: consolar a los que se habían quedado , permitiéndoles pensar en los que habían partido, y sobre todo, hacerles creer que se encontraban en ese breve tiempo junto a sus seres queridos.
Cerró los ojos y le pareció sentir el toque de la mano de Julián en su hombro, diciéndole “no te preocupes”, como solía hacerlo cuando ella se desesperaba por cualquier motivo. Instintivamente, posó su propia mano ,intentando sentir el contacto, y luego, sin explicación, sintió en ambos brazos un cosquilleo extraño, como un escalofrío, pero no sintió miedo. Suspiró y le pareció que algo parecido a la paz la invadía, relajando su cara y sus mismos brazos, que ahora tenía cruzados sobre el pecho, abrazándose a sí misma.
Después de lo que pareció un largo tiempo, en su mente le pareció escuchar “te estaré esperando”, y a continuación, la calidez y el cosquilleo cesaron.
Antes de las 3 de la tarde, recogió todo y decidió mantener en secreto esta celebración, que la ayudaría a sobrellevar un día después del otro, un mes tras otro, un año tras otro, hasta volverse a reunir con el que había partido antes que ella.
Abrió la puerta de la calle, el sol de las 3 de la tarde la cegó, y lo dejó pasar, al igual que todo este nuevo mundo que aguardaba que ella lo descubriera.

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